TESTIMONIO ANÓNIMO
Él se hizo de abajo, es un tipo respetado, profesor reconocido por colegas, católico devoto, de esos que ves en misa todos los domingos y se confiesan una vez al mes. Buen padre, esposo y abuelo. O eso parecía desde afuera. Ciudadano ilustre diría el que no supiera mejor.
De chica era uno de mis ídolos, un ejemplo a seguir. De más grande puse distancia, me alejé un poco, sin saber bien por qué.
Lo asocié a la apatía típica de la adolescencia. Y le resté importancia, lo ignoré. Pero lo cierto es que me daba asco, y ese asco me generaba culpa y no entendía bien por qué.
Una tarde fue a buscarme del colegio y en un viaje a casa que se hizo infinito me lo dijo. Como quien le cuenta un cuento a una niña, mi abuelo me “explicó” que cuando yo era chica se había “enamorado” de mí y que eso lo hizo “hacer cosas que no debía”, pero que él estaba seguro que yo “lo entendería”.
Él siguió hablando, yo dejé de escuchar. Fue suficiente. Como una ola gigante que te agarra desprevenida, todo volvió. Momentos borrosos que alguna vez creí que fueron sueños, eran recuerdos. Los sentimientos de asco, culpa y bronca se conectaron con los recuerdos, la pieza que faltaba del rompecabezas ya estaba en su lugar.
Bajé del auto sin decir palabra, ni un sí, ni un no. Me callé. Un año y medio de silencio absoluto, de su lado, del mío. Evadí asados y encuentros familiares. Pero el silencio es peligroso, y como todo muta en la vida, se convirtió en locura, y la locura en duda. ¿Lo soñé?, ¿sucedió? capaz no fue tan así, pero él lo admitió. Tal vez fue sin querer. No, con eso no te confundís. Una conversación sin fin conmigo misma que se repetía una y otra vez. Antes no recordaba, ahora sí. ¿Cómo puede ser?
La mente es sabia; me explicaron después que a veces tapa lo que uno no está preparado para tolerar, olvida lo inexplicable, se protege a sí misma.
Hasta que la parálisis pasó, volví a mí, la razón le ganó al miedo, y hablé, se lo conté a mi mamá, que no dudó un segundo. Alivio, ya no estaba sola.
Él, como buen psicópata, lo negó. Dijo que yo estaba loca y que jamás sucedió. Y con la fuerza de la indignación, la bronca y el dolor, lo seguí contando al resto de mi familia, fuerte y claro, segura y convencida.
De a poco aprendí a canalizar la ira, la sensación de injusticia y desprotección. Entendí que hablar es terapéutico y aprendí a llamar las cosas por su nombre. Mi abuelo no se enamoró, no se equivocó, no se confundió.
Mi abuelo cometió un delito, abusó de su nieta de 5 años. Mi abuelo es abusador de menores -en plural- porque una vez que la caja de Pandora se destapó supe que no fui la única ni la última. Mi abuelo es abusador, y no hay título universitario, reputación ni Iglesia que te deje exento o te redima de eso.
Mi abuelo es abusador, y aún hoy lo repito hacia adentro, como un mantra, hasta gastarlo y sacar el poder que eso tiene sobre mí, hasta entender que no fue mi culpa, que no tenía capacidad para discernir ni consentir. Para no olvidar que eso tampoco me define, ni decide quién soy. Y sobre todo para no olvidar que callar -por miedo- enferma. Para recordar que hablar sana y libera.
* Hoy, 19 de noviembre es el día Mundial para la Prevención del Abuso Sexual en la Infancia, fecha instituida para visibilizar, concientizar y prevenir esta problemática que afecta a cientos de niñas y niños. El abuso sexual es un delito contra la integridad sexual y está condenado en los artículos 119 a 133 del Código Penal. Las víctimas de este delito sufren un daño grave a su integridad física, psíquica y moral. Se daña también su derecho a la intimidad, la privacidad, y se vulnera el derecho a no ser expuesto a ningún tipo de violencia y abuso. No te calles, denunciá.
LINEA NACIONAL DE DENUNCIA CONTRA EL ABUSO INFANTIL : 137