De Laila Emilia Daitter
[dropcap]N[/dropcap]ací donde el río no duerme para cobijar las lunas que anuncian al lobizón. Donde las aguas del Paraná acunan yacarés, dorados, pacúes y surubíes que acechan entre los camalotes. Crecí entre los guayabos, los mangos, las limas y los naranjos, que aprendí a trepar hasta las ramas más altas desde donde se podía ver el campamento de los gitanos. Creí en el pombero, en el hombre de la bolsa, en la luz mala y en los cucos de la siesta. Temí al gruñido de los monos, al graznido de los pavos, a los picos filosos de los ñandúes, a la rapidez de las lagartijas, al canto grave de los sapos toros y a la mordida de la yarará. Fue en ése torbellino de miedos infantiles que comencé a leer. La cuenta regresiva empezaba al atardecer. En ese momento emprendía el viaje entre las líneas que formaban las letras diminutas. Me subía a la alfombra mágica que subía más alto en cada vuelta de página. Los dibujos, las letras, la voz del disco, que giraba con su círculo color magenta, fueron los elementos del ritual cotidiano. Entonces, las historias de las mil y una noches se transformaban en conjuro y el miedo se desvanecía con la primera estrella.
