En su habitual espacio de promoción de la lectura, nuestra querida magister Laila Daitter decidió hablar de la lectura y las aproximaciones que todos hemos tenido. Esas cuestiones que los padres nos prohibían fueron tema central, referencia realizada por Hernán Casciari, en su texto referente a su abuelo.
El texto:
Yo estaba a punto de cumplir once o doce años y mi tía Ingrid, que era muy culta, me regaló dos canastos llenos de libros de su adolescencia. Eran más de cincuenta libros, y mi mamá los metió en el baúl del auto. Estaban en dos bolsas de arpillera.
Pero entonces llegó mi abuelo Marcos, y sin que se lo pidiera nadie, sacó los libros del baúl y los desparramó arriba de una mesa, como si fueran pomelos, o como si fueran cartas gigantes de chinchón. Miró los títulos de los libros, las ilustraciones de las portadas, y empezó a decidir cuáles eran para mi edad y cuáles no.
Mi abuelo Marcos era un tipo muy gordo y muy nazi, y todos en la familia le tenían mucho miedo. Para él, los demás siempre estaban equivocados y él había llegado al mundo para encontrar los errores. No se reía casi nunca, y cuando se reía era una risa que daba miedo.
Para peor yo era su primer nieto y me quería preservar de todo lo malo. Él estaba seguro de que, en muchos de esos libros que me habían regalado, podía haber malas palabras, o escenas chanchas, o cosas para las que yo, a mis once años, no estaba preparado.
Así que se sentó a la mesa, con su cara de escuerzo dueño de la verdad, y empezó a hacer dos pilones de libros.
En un pilón iba poniendo los que yo sí podía leer, y en el otro pilón los que no. Se basaba en los títulos, en las tapas, en el nombre de los autores, en su propia intuición nazi, en sus poquísimas lecturas.
En el montón de los permitidos puso esos libros seriales que se publicaban en los sesenta, del tipo «Jules y Gilles en busca del diamante», «Hardy Boys y el misterio de los seis cachorros de angora». Mierdas… Libros mediocres de los llamados juveniles que se imprimían como churros calientes y las madres les compraban a sus hijitos.
Mientras que en la pila de los libros prohibidos iba poniendo novelas que el hombre suponía demasiado complejas para mi edad, o que sospechaba que podían tener tetas y culos y fornicación.
Puso cada uno de los pilones en las bolsas de arpillera y le dijo a mi mamá que me diera los libros permitidos, y que escondiera de mi vista la segunda bolsa.
Mi vieja, que le tenía miedo a su padre, le hizo caso. Llegamos a casa y desparramó en mi pieza la arpillera ética, la bolsa moral, y a la otra bolsa la llevó al lavadero de casa, atrás del patio. Yo me hice el boludo pero miré bien a dónde Chichita se iba con la bolsa prohibida.
Después empezó el colegio y yo esperé, con paciencia, las tardes en que me dejaban solo en casa. Naturalmente, un día fui al lavadero y empecé a buscar la bolsa. La encontré rápido, detrás de los detergentes y del anticongelante.
Ahí mismo, sentado entre ropa sucia y con olor a jabón Federal, empecé a leer los libros prohibidos: eran novelas de Arthur Conan Doyle, de Oscar Wilde, de Mark Twain, de Chesterton. Libros impresos en hoja de biblia; en muchos casos, obras completas.
Mi abuelo nazi no me había prohibido a Oscar Wilde por «El príncipe feliz», sino por «El retrato de Dorian Gray», que era para adultos y estaba en el mismo tomo. No me prohibía las historias de Tom Sawyer, quiero decir, sino que me prohibía «Un yanqui en la corte del rey Arturo», del mismo autor.
Y los leí… Y los leí.
Tuve un abuelo que me prohibió —justo en el inicio de mi rebeldía— la buena literatura. No la tele, no las drogas, ni el alcohol, ni hacerme socio de Independiente (dios libre guarde). Me prohibió los libros buenos, las historias inmortales.
Tuve esa enorme suerte de principiante. Y se lo tengo que agradecer a él. Porque en la infancia, y en la pre adolescencia, la pasión por las cosas solamente te entra por las puertas del no.
—No toques eso; no hagas eso.
Por eso ahora, que tengo una hija de diez años, no la vuelvo loca para que lea. Es un error. Lo que hago es esconder a Borges en estantes inalcanzables, y meto a Edgar Allan Poe en cajones con llave. Y a los cronopios de Cortázar les pongo una cinta que dice NO TOCAR.
Yo sé que ella, Nina, tarde o temprano se va a sentar sola en casa, en la ansiedad de su infancia, y va entrar como si nada en la clandestinidad.