De lunes a viernes, entre las 19 y las 22.30, los hijos de Delia Acosta, que tiene 63 años y cinco nietos, saben que no pueden contar con ella. Ni trámites, ni mandados, ni pedidos de último momento, como que por favor vaya a buscar a alguno de sus nietos a un cumpleaños. Nada de nada. “No me gusta llegar tarde a la escuela ni faltar, menos ahora que estamos en la etapa de entrega de trabajos prácticos y presentaciones finales”, dice la mujer, que en 2015 se anotó en el Centro de Educación Secundaria para Adultos (Cespa) N°8, en Corrientes, con el objetivo de terminar el secundario. Se lo tomó enserio. Pero nunca imaginó que terminaría la secundaria con el mejor promedio. Mucho menos, dice, que tendría el honor de ser abanderada.
“Al principio quería decir que no, me daba vergüenza. Cuando lo conté en mi casa se reían, pensaban que les estaba mintiendo. Y la primera vez que entré al salón de actos estaba muy nerviosa. Vinieron mis hijos, mi marido. Mis nietos querían ver a su abuela llevar la bandera”, dice Delia, que a fin de año recibirá su título secundario. No lo sabe, pero será un acto donde la premiarán con honores.
“Todos estamos muy felices por Delia. Cuando empezó le costaba integrarse. Pero siempre tuvo mucha voluntad. Su esfuerzo es constante, y eligió una de las orientaciones del bachiller que más desafío representa para los alumnos, la de economía y administración -cuenta Mateo Alarcón, el director del Cespa N°8, donde estudian para terminar el secundario 490 alumnos, todos mayores de 18 años-. Muchos de nuestros estudiantes son jóvenes de escasos recursos, con derechos vulnerados. Buscan una nueva oportunidad, y quieren formarse para el mundo del trabajo”. En el Cespa N°8, cuenta su director, el principal objetivo es que los alumnos, que por algún motivo ya abandonaron los estudios en otra oportunidad, no vuelvan a hacerlo. “Yo les digo siempre que acá cuentan con nuestro apoyo. Hay alumnas jóvenes que son madres, por ejemplo, y cuando vienen con sus bebés siempre son bien recibidas en el aula”, dice Alarcón.
El colegio está a ocho cuadras de la casa de Delia, y una de sus compañeras, Romina, la espera en la esquina todos los días para ir caminando juntas. “Ella tiene 20 años, igual que mi nieta mayor. El primer día de clases, cuando apenas arranqué, creía que me iban a rechazar. ¡Qué iba a hacer yo con chicos tan jóvenes! Pero fue todo lo contrario”, reconoce Delia, que después cuenta que abandonó la escuela por primera vez cuando estaba en cuarto grado y vivía en Paraguay con su familia. Tenía que ayudar a sus padres, dar una mano en el campo con el trabajo. Eran doce hermanos, y dice que “todos” no podían estudiar.
Madre y alumna a tiempo completo
“No me acuerdo mucho de mi niñez”, se apura a responder antes de que le sigan preguntando sobre esa época. Y se excusa, como un mecanismo de defensa: “A veces mejor no acordarse”. A los 18 llegó a Corrientes. Vino a visitar a una prima que vivía en Itatí y se quedó. “Vine sola. Me consiguieron un trabajo en una casa de familia, pero no me gustaba, no me trataban bien. Después trabajé en una santería con una familia chilena, y unos años más tarde una tía me trajo para Corrientes capital y no me fui más. Tenía unos 20 años y al poco tiempo conocí a mi marido. En el ’76 nació mi primera hija, que ya tiene 42 años”.
Después llegaron otros tres hijos más y un trabajo a medio tiempo como empleada doméstica. Sola, con el resto de su familia en Paraguay y su esposo que trabajaba como policía, no tenía mucho tiempo para pensar en terminar el colegio. Sus hijos sí iban a la escuela. Cueste lo que cueste, para Delia la educación siempre fue lo más importante. “Yo quería y no había podido”, refuerza.
Con treinta y pico y sus hijos ya un poco más grandes, un día una amiga le contó a Delia que en el Banco Nación buscaban una empleada para servir café. “Pero pedían el primario completo. Y ahí mismo dije que no podía esperar más. Mis hijos iban a la mañana a la escuela; yo empecé a cursar de noche. Y terminé la primaria”.
Pasaron otros casi 30 años más hasta que decidió subir otro escalón. “Me decían que para qué. Que ya estaba grande, que ahora estaba cuidando a mis nietos. Que la secundaria me iba a costar mucho -recuerda-. “Ahora, en cambio, todos me alientan”. Sus amigas la felicitan, los docentes en la escuela la mencionan como ejemplo, sus compañeros la admiran, y su familia la acompaña.
“Delia fue alumna mía hace tres años”, agrega Alarcón, que como máxima autoridad de la escuela tampoco deja de capacitarse. El último curso que hizo fue el Programa de Liderazgo e Innovación Educativa que ofrece la Fundación Varkey exclusivamente para los directores. “Desde hace algunos años, la cursada es por módulos. La evaluación no es cuantitativa, ahora se pone el foco en el aprendizaje por capacidades y habilidades, y se los estimula para que sigan estudiando -refuerza Alarcón-. Muchos siguen luego una carrera universitaria”.
En eso también está Delia, que duda entre derecho y psiquiatría. “A veces pienso que ya está, que cumplí mi sueño de terminar el secundario. Pero me gusta estudiar. Cuando todos se van a dormir disfruto de ese momento para mí. Me voy a la sala, me preparo un té y abro el cuaderno. O me siento enfrente de la computadora y el tiempo pasa volando”.