Gustavo Alonso tiene 53 años y hace ocho que quedó ciego. Al escucharlo, se percibe que ese punto de inflexión en su vida no le impidió seguir siendo quien era. “Puedo hacer todo lo que hacía antes, la única diferencia es que ahora no veo”, le cuenta a Télam con un optimismo a prueba de todo, mientras se coloca el antifaz para jugar al tenis. Si, leyó bien. Para jugar al tenis.
Gustavo es uno de los alumnos del Programa de Tenis para Ciegos que todos los miércoles sese organiza en forma gratuita en el club Ferro Carril Oeste y en el Centro Burgalés en Caballito. Está a cargo del profesor Eduardo Raffetto, quien empezó con esta actividad en 2013 de pura casualidad.
“Un día estaba saliendo de mi club de tenis y una señora me preguntó si le podía dar clases a sus dos hijas, que tenían una particularidad: ambas eran ciegas. En ese momento no supe qué decirle, pero llegué a casa, empecé a investigar y así nació esta pasión”, recuerda Rafetto.
“Primero creamos el Programa de Tenis para Ciegos y después fundamos la Asociación Argentina de Tenis para Ciegos. Lo increíble es que jamás volví a ver a esa señora y sus dos hijas”, continúa con su relato.
Las pelotas son de goma espuma, un poco más grandes que las de tenis tradicional. En su interior tienen una pelotita de ping pong y adentro de ella perdigones, que provocan un sonido metálico para orientar a los jugadores. Hay pelotas de dos colores. Las amarillas son para los ciegos totales y las negras para los disminuidos visuales.
En diálogo con Télam, Alonso recuerda que tuvo muchos problemas con la crisis económica que afectó a la Argentina en 2001, y que en ese momento empezaron los inconvenientes, entre ellos una diabetes agravada que derivó en ceguera.
“Había jugado al tenis cuando veía, pero obviamente tuve que empezar de nuevo. Fui a una escuela especial por el tema de la motricidad y de la orientación y allí me enteré de que existía tenis para ciegos, un deporte que pensé que no iba a jugar nunca más en mi vida”.
Las canchas tienen 12.80 de largo por 6.10 de ancho y la red está a 90 centímetros del piso. Las líneas demarcatorias son con una soga de tres milímetros de espesor pegada con una cinta.
Uno de los profesores que trabaja junto a Raffetto es Gastón Labaronnie, que le cuenta a Télam: “La experiencia es absolutamente enriquecedora para todos.
Una persona ciega tarda seis veces más en aprender de un golpe comparado con una persona que puede ver, porque la pelota tiene sonido cuando pica pero no cuando se eleva”.
Otro de los alumnos de la escuela es Andrés Terrile, de 27 años, ciego de nacimiento y con un humor más que ácido. “Los doctores dicen que me quedé ciego por un problema en la incubadora, pero mi partero se llamaba Casimiro, así que yo creo que fue algo esotérico”, dice Andrés con una sonrisa.
Nacido en Formosa, a los 18 años se vino a estudiar a Buenos Aires la carrera de Ciencias de la Comunicación y conoció el tenis para ciegos de casualidad: “Había salido un par de veces con una chica que era profesora de tenis para ciegos y con la excusa de estar más tiempo con ella acepté jugar y me llevé una gran sorpresa porque la actividad me gustó mucho”.
“Además fue una buena manera de involucrarme con el deporte porque cuando uno no ve, se instala en una zona de confort y prefiere las actividades intelectuales como la música, la lectura o la escritura”, agrega.
“Esto ocurre porque cuando un ciego tiene que hacer actividades que son espacialmente más riesgosas, como es el caso del deporte, a priori las rechaza. Pero ahora al jugar tenis me siento una persona más libre”, puntualiza Andrés.
Gustavo y Andrés se animaron a probar y no dejan pasar un miércoles sin jugar al tenis, la nueva gran pasión en sus vidas.
Fuente Télam, por Gustavo Lenti