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25 abril, 2024
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Culturales

Marta Minujin cumplió 80 años y se casó “con la eternidad”

“El modelo del tiempo es la eternidad. El modelo del tiempo es la eternidad. El modelo del tiempo es la eternidad”. Marta Minujín bajó del colectivo 67 que traía el cartel “Arte Arte Arte” rodeada por un grupo de voluntarios que hizo las veces de cortejo artístico. Ella con un vestido rosa; ellos con las caras pintadas de figuras cubistas en homenaje a los cincuenta años de la muerte de Picasso, o con máscaras de jirafas, pelotas, caballos, ovejas. Había también una Estatua de la Libertad, un van Gogh y una Minujín joven.
 

Diez años atrás, cuando cumplió 70, Marta Minujín se casó con el arte. Ahora, en estas segundas nupcias, la artista que ha roto todos los moldes y se ha vuelto ella misma un ícono pop se casó con la eternidad. La fiesta, como el casamiento anterior, fue en el Malba. La relación que tiene con el museo es muy estrecha. “El Malba es mi casa”, dijo. Fue aquí, en 2010, donde se hizo la primera retrospectiva de su obra en el país.

Hubo unos 200 invitados —artistas, galeristas, personalidades de la cultura—, quienes debían asistir de riguroso negro. Incluyendo anteojos negros. Entre otros, Guillermo Kuitca, Yuyo Noe, Teresa Bulgheroni, Jorge Telerman, Eduardo Costa, Andrea Giunta, Mariana Marchessi, Adriana Rosenberg, Mauro Herlitzka, Fernando García, Mercedes Ezquiaga, Florencia Scarpatti. También estuvieron presentes los embajadores de Estados Unidos — Marc R. Stanley fue uno de los pocos que quebró el dress code—, de Alemania y Francia.

No solo la vestimenta de los invitados, sino toda la fiesta estuvo marcada por el color negro. Las copas de champagne, los globos, el ramo de la novia —que fue regalo de Teresa Bulgheroni—, la torta de chocolate de cuatro pisos hecha por Sabrina Pérez Morilla: todo era negro. “El negro también puede significar la alegría”, explicó Minujín, “siempre los que van de negro están en el mundo del arte, es una manera de reconocerlos”.

Antes de la llegada de la novia, dos clarinetistas acompañaban la espera con la promenade de “Cuadros en una exhibición”de Mussorgsky. Hasta ese momento eran saludos y reencuentros después de las vacaciones, pero cuando Minujín bajó del colectivo cambió todo. “Esta es una celebración con participación”, dijo. Un happening siempre está en el borde: es confusión, búsqueda, entrega; por momentos puede caer del lado de lo irónico, lo intrépido, lo bizarro, la vacilación, lo imprevisto. Es una experiencia artística.

No hubo cura ni rabino ni ninguna autoridad, pero el casamiento cumplió con las estaciones de una fiesta tradicional. Hubo marcha nupcial y una invitación con el vals “Danubio azul”. Marta Minujín y el grupo de performers que la acompañaban sacaron a bailar a todos los invitados. Los Picasso y los enmascarados gritaban: “Tiempo. Tiempo. Tiempo, tiempo, tiempotiempotiempo ¡tiempoooo!” o preguntaban “Qué hora es”, “Cuántos años pasaron desde 1943″. Una de las chicas, con la seriedad de entregar joyas, daba globos negros y otra bailaba frenética fuera de ritmo.

Minujín, micrófono en mano, fue marcando el paso, pero evitó los discursos. “No hay nada que hablar”, dijo, “esta es mi vida dedicada al arte”. Y mientras el DJ ponía “Let’s dance”, de David Bowie, lanzó el ramo y una capa de tul de su vestido. Después hubo torta y brindis. Y así como llegó, se fue: el colectivo 67 —el que se toma para ir al museo, el único que destaca la parada “Malba” en su recorrido— la estaba esperando para seguir el viaje a la eternidad.

Un vuelo al infinito

Pero hay un lado B de la fiesta, una nueva refutación del tiempo. Pocos minutos después, Minujín volvió a entrar al Museo rodeada por los voluntarios, pero esta vez por la parte posterior para responder a la prensa.

Dijo: “A la eternidad la veo como algo invisible, intangible, como la estela de un cometa”. Y dijo: “Después de esta década ya no quiero vivir más. Me parece una decadencia. Después de los 90 quiero desaparecer”. Y dijo: “Siempre quise hacer obras y que la gente se las lleve, como el obelisco de pandulce”. Y dijo: “No puedo caminar por la calle. La gente me para, me saluda. No puedo ir a tomar un café, no puedo comprar un manzana. A veces me pongo una peluca negra y nadie me reconoce”. Y dijo: “El mundial fue increíble. La foto del obelisco y la gente abajo… fue un happening. Ahora hay que hacer un mundial de arte con muchos artistas. Hay que hacerlo en el MOMA”.

Además, anticipó que el próximo 25 de mayo, con motivo de los cuarenta años ininterrumpidos de democracia, volverá a montar el Partenón con los libros prohibidos por la dictadura en una locación todavía por definir, pero cerca del CCK. Los proyectos de Minujín no terminan ahí. Este año tienen muestras programadas en el Museo Judío de New York, la Pinacoteca de San Pablo y el Museo Reina Sofía en Madrid. Y para 2024 ya hay prevista una gira europea de la Menesunda.

—Marta, ¿sos feliz? —fue la última pregunta que le hicieron.

—¡Sí! —dijo—. Lo que más me gustó de hoy es que la gente vivió en arte.

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