En tiempos de pánico parece que todo vale con tal de exorcizar el miedo. Uno de los mantras que algunos gobiernos (desalmados) y medios de comunicación (desinformados) han repetido bajo diferentes fórmulas – algunas a nivel subliminal – para intentar calmar a la población cuando el virus aún no estaba muy difundido es: ¡no os preocupéis, este coronavirus solo mata a los ancianos!
Pero ese “solo” duele en el alma. Duele a quienes tienen ancianos a su lado y a quienes les queda un mínimo de sensibilidad. Porque la grandeza de una sociedad se mide por la manera en que trata a sus mayores. Y una sociedad que convierte a sus ancianos en piezas prescindibles ha perdido todos sus puntos cardinales.
En las culturas “primitivas” las personas más ancianas gozaban de una consideración especial porque se les consideraba reservorios de una gran sabiduría y conocimiento. El declive comenzó en la Grecia antigua y desde entonces no ha hecho sino empeorar, sufriendo en las últimas décadas una auténtica caída libre. El culto al cuerpo impulsado en aquel momento ha proseguido su curso inexorablemente. Pero una sociedad que venera el cuerpo es incapaz de ver más allá de las apariencias.
Una sociedad que venera lo superficial se condena a sí misma a la decadencia del alma. Esa sociedad empuja cada vez a más personas a preocuparse – y espantarse – por sus arrugas, lanzándolas en los brazos del floreciente negocio de la cirugía estética.
Esas personas en realidad no huyen de sus arrugas sino de lo que significan. Porque comprenden, en lo más recóndito de su ser, que esas arrugas son el inicio de una condena al ostracismo. Y si hay algo peor que verse las arrugas al espejo, es saber que ya no cuentas porque durante toda la vida has recibido los mensajes sutiles – y otras veces no tan sutiles – de que los ancianos poco importan.
La sociedad que minimiza la muerte de los ancianos se ha olvidado que ha sido construida por esos ancianos, esos que hoy se han convertido en un número que miramos con cierto estupor y desde la distancia, sintiéndonos falsamente seguros de que no nos va a tocar a nosotros. Fueron esos ancianos los que lucharon por muchas de las libertades que hoy disfrutamos. Los que recogieron los pedazos desechos de muchas familias durante la crisis y los que hoy están cuidando a sus nietos – aunque ello puede significar una condena mortal – porque les han suspendido las clases.
Por eso, aunque sea ley de vida que las personas mayores nos abandonen primero, no puedo sino estremecerme por esos ancianos a los que nadie tiene en cuenta. Por mis ancianos. Y también por mí misma. Porque a la vejez llegamos todos, incluidos esos que hoy presumen de juventud y sacan músculo de inmunidad. Y si bien es cierto que la muerte de niños y jóvenes conmueve, eso no nos da derecho a minimizar la pérdida de quienes han vivido más. Cada vida cuenta. Olvidarnos de ello nos insensibiliza y acerca peligrosamente a la sociedad distópica que dibujó Lois Lowry.
Por eso, no puedo evitar estremecerme al pensar que vivo en una sociedad a la que parece importarle más las consignas y la economía que las vidas. En una sociedad donde el progreso se mide en términos de PIB y tecnología en vez de hablar de bienestar y salud para todos y cada uno de sus miembros.
Por eso también me resulta escalofriante la tranquilidad con la cual se dice que el coronavirus “solo” afecta seriamente a los ancianos – una verdad a medias ya que también mueren personas jóvenes y saludables, como indicó el mayor estudio realizado hasta el momento – y a personas con patologías previas, aunque bajo el paraguas de “patologías previas” no se esconden enfermedades terribles sino problemas tan comunes como la hipertensión y la diabetes – como reconoció el propio Ministerio de Sanidad. Y en España, 16,5 millones de personas padecen hipertensión, según la Sociedad Española de Cardiología y 5,3 millones tienen diabetes, según la Fundación para la Diabetes. Y todos no son ancianos.