Por Ricardo Iacub para Clarín.com
Ilustración: Daniel Roldán
Hay que observar como ciertas sociedades construyen formas de vinculación, que incluyen tipos de cuidado, relación y apoyo que incluso pueden adquirir valor social.
Un amigo me comentó recientemente que estaba intentando ayudar con unos estudios médicos a una mujer, que lo había cuidado durante su infancia y juventud, y que hoy tenía que operarse. En el curso de la conversación me impactó tanto su profunda gratitud, como la duda que había instalado un amigo cuestionando su apoyo: ¿para qué te comprás este problema?
Esto me hizo pensar en muchas historias de personas mayores que sienten que sus hijos adultos, con las dificultades de relaciones humanas tan íntimas, y complejos de Edipo mediante, sienten que hay algo que no retorna de lo dado, del cariño e incluso que, en ciertos momentos, aparece una sensación de convertirse en un peso para el otro.
No me refiero a la moralina de padres buenos y sacrificados e hijos malos y desagradecidos. Me interesa que podamos observar de qué manera ciertas sociedades construyen formas de vinculación, que incluyen tipos de cuidado, relación y apoyo que incluso pueden adquirir valor social.
Para buena parte del siglo XX el cuidado de los padres, o abuelos, era una virtud por la cual se podían sacrificar ciertos intereses particulares, aunque también se podía caer en situaciones penosas como aquella hija consagrada a los padres de la película “Agua para chocolate”.
Es decir, la pregunta es cómo poder equilibrar una ética individualista que abra múltiples compuertas personales para ser y decidir sobre sí mismo, sin que deje al sujeto demasiado solo y desprotegido. Frente a una ética más comunitaria en la que podamos cuidarnos más pero también sufriendo intromisiones poco tolerables en la actualidad.
Los límites de la gratitud no parecen condicionar de la misma manera este tipo de responsabilidad, como en otras generaciones. El reconocimiento al otro respondía a criterios colectivos muy precisos y que, de no cumplirse, implicaban claras sanciones comunitarias. Por el contrario, muchas de las formas de condicionamiento social apuntan a no perder el rastro de sí mismo, salvo con los hijos, donde imperan fuertes restricciones sobre el cuidado y el afecto debido a lo muy valorada que está la figura del niño en la actualidad.
La pregunta que surge es cómo conciliar el sentimiento de gratitud ante figuras “menos” apreciadas socialmente, con las dificultades concretas para llevarla a cabo, o cómo lograr que dicho sentimiento pueda trasladarse a ayudas precisas, sin que sea vivido como un incordio solo manejado por el sentimiento de culpa, el forzamiento de sí o el abandono al otro.
Cicerón consideraba la gratitud, no solo la más grande de las virtudes, sino como la madre de todas las demás. Ya que aquellas relaciones que generaron vínculos, término que justamente remite en su etimología latina atadura, posibilitarían muchas otras formas de solidaridad más abstractas.
Por ello, es un término valioso para describir esa íntima relación al otro que implica un intercambio, un encuentro, una forma de compartir, pero también algo que transforma al que da y que recibe, en una clara reivindicación del valor de la generosidad.
En tanto, no solo se produce una devolución de lo recibido, sino un deseo de dar que se transmite a otros, que no necesariamente han ayudado. Por el contrario, cuando esto no sucede, el sujeto quedaría limitado por la percepción de carencia con lo recibido y desilusión frente a los otros.
¿Por qué detenernos en este tema hoy?
En las personas mayores, particularmente ante ciertas patologías o limitaciones en la independencia, frente a duelos complejos o incluso por la falta de espacios laborales, pueden aumentar los niveles de soledad y una amenazante sensación de inseguridad, lo que puede implicar que las nuevas formas de vinculación, con familiares o allegados, puedan volverse más demandantes, generalmente por el incremento en el nivel de necesidad de compañía o apoyo. Es allí donde, la carencia de redes de gratitud, puede devenir en tareas filiales obligadas que terminan en formas de violencia.
Por otro lado, cuando el cuidado al otro aparece como una obligación vaciada de sentidos que la enaltezcan o la valoricen, puede generar que la tarea, de cumplirse, sea más pesada y produzca una sensación corrosiva de estar haciendo algo que va contra uno mismo. “Comprar un problema”, como si fuese algo eyectable, y no como si fuese un vínculo que nos ata, tanto como nos humaniza.
Por todo esto, la gratitud puede convertirse en un modo de afirmación de sí, que implica costos, pero también recompensas concretas, pero también más abstractas. Las investigaciones en psicología han mostrado que la gratitud aumenta el sentido de confianza lo que redunda en mayor bienestar y control sobre las circunstancias personales. La evidencia indica que habría un aumento del sentimiento de crecimiento personal, propósito en la vida y aceptación de sí mismo. Factores que permiten mejorar las experiencias difíciles ya que la gratitud es más que un intercambio preciso de bienes, sino la respuesta a una transmisión de amor que genera confianza en las relaciones humanas.
Para terminar, citaría a la psicoanalista Melanie Klein quien sostenía que cuando un niño siente piedad por una ardilla herida y la ayuda, el mundo hostil se transforma en más amable.
Doctor en Psicología (UBA)