Olvidar lo que se hizo ayer o no recordar lo que se estaba por hacer. Ver el pasado desdibujarse o sentir que se escurre el porvenir. Los médicos lo explican de una manera muy simple: cuando los primeros síntomas de la pérdida de memoria golpean a la puerta de la vida, lo hacen por el lado llano. Pero no emergen de manera intempestiva; son más bien el resultado de un proceso que comienza muchos años antes en algún recodo del universo neuronal.
Oliver Sack, el neurólogo que usó la literatura para iluminar a la ciencia, estaba convencido de que detrás de la enfermedad podía surgir una identidad positiva. Con trabajo específico, sus pacientes descubrían una variante o virtud que les indicaba el camino y los ayudaba a disminuir el trauma. En esa misma línea, los expertos todavía no consiguen saber si una persona tendrá Alzheimer en el futuro. Tampoco han logrado una cura para esta dolencia del sistema nervioso que elimina recuerdos como si fueran archivos. Pero vienen desarrollando recursos para atenuar su impacto en el enfermo y en su familia.
Se estima que en la Argentina los casos de personas que padecerán demencias de tipo Alzheimer irán en aumento, puesto que la pirámide poblacional se encuentra envejecida. La gente se muere menos de otras causas, vive más años y por eso crecen este tipo de enfermedades, explican los expertos. Los datos oficiales muestran que un 26.4% de la población mayor de 60 años tiene deterioro cognitivo y un 8.3% demencia. Representan casi dos millones de personas, según el Ministerio de Salud. El costo de la enfermedad por paciente al año es de entre U$3.400 y U$14.000. La semana que viene, en coincidencia con el comienzo del otoño boreal (el otoño como metáfora de enfermedad), se celebra el Día Mundial del Alzheimer.
“Gente que olvida cosas”, engloba Santiago O’ Neill, neurólogo a cargo del Centro de la Memoria de la Fundación Favaloro. A sus consultorios de Congreso llegan a diario cientos de personas afectadas por una confusión que les evapora la autonomía. Muchas de ellas, al cabo de un test terapéutico, un análisis de sangre y una resonancia, son diagnosticadas con Alzheimer o algún otro tipo de demencia. Es entonces cuando empiezan a batallar contra el olvido.
Son las tres de las tarde de un jueves sin protestas y dos hombres y 8 mujeres se sientan alrededor de una mesa, dentro de un gabinete impoluto y delante de un pizarrón. Tienen más de 60 años. Hay un clima de encuentro y buen humor, y Alberto, un señor animado, se dispone a repartir porciones de torta. Eso no impide a la neuróloga que dirige el encuentro proponer “una entrada en calor cerebral”. “Digamos palabras que comienzan con M”, sugiere. Maceta, Mate, Mes, Merlo, Margarita, Millón, Moneda. A pesar de su carácter lúdico, el ejercicio los lleva a un estado de concentración. “Palabras relacionadas con la palabra de origen, por ejemplo, Plaza”, dice la doctora. Tobogán, Calesita, Novios, Banco, Árbol, Monumento. Los ejercicios se vuelven más complejos. “Vamos a pasar a un test de rastreo visual y sostenimiento de la atención”. La especialista reparte un folleto con dibujos. Hay que estimar, primero, cuántas figuras se ven. Luego identificar señas particulares. “Lo que se pierde de memoria no se regenera, pero podemos ayudarlos a establecer pautas para no olvidar. Los cambios son notables”, dice O’ Neill. La rutina se repite en simultáneo en otras salas. Los pacientes ejercitan el músculo debilitado de la memoria unas seis horas por semana.
Nelly disfruta de esos encuentros en los que consigue ordenar las piezas sueltas de su pasado. Ahora, frente a Clarín, recuerda los 20, la milonga y el tango. Le hace chistes a su marido Mario, con quien se casó hace 64 años. Habla de su hija y de sus nietos. No exhibe rastro alguno de enfermedad. Algún intento, a lo sumo, por recordar algo como lo haría cualquiera: apuntando al techo con ojos achinados. “Yo estoy muy bien, tomó colectivos, viajo sola”, dice. Tiene Alzheimer en estadio moderado. Visitar el Centro de la Memoria a menudo, llegar a este sitio de terapias que parecen juegos, se ha convertido para ella en un hecho social. “Nos ha permitido seguir adelante. Es cierto que está muy bien”, apunta el esposo. “Empezó con olvidos de nombres, de llaves, de recetas”, agrega Mario, que había vivido una experiencia parecida con su madre. “Pero la enfermedad en mi madre había avanzado con velocidad -rememora- y no quería que a mi esposa le pasara lo mismo”.
El Alzheimer empieza en el cerebro, pero en el origen no se ve: los síntomas aparecen diez años después. “Antes de los 65 años, lo consideramos de comienzo temprano. Pero la mayoría de los casos ocurren después”, dice O’Neill. Destierra el mito de la enfermedad hereditaria. “Sólo entre el 3 y el 5% de los casos son por herencia, aunque entonces sí la sintomatología se ve antes de los 50″, aclara. ¿Llegan a estos talleres de memoria jóvenes atemorizados por la chance de sufrir la enfermedad? “Desde luego -dice el experto- tenemos un grupo con pacientes de 40 años promedio: olvidan cosas, pero eso no implica que vayan a tener Alzheimer”.
Rodolfo Cabral tiene 74 años. Acusa menos. Era profesor de Educación Cívica. Toda su vida la había dedicado a mantenerse en forma. Comía sano y se sentía preparado para una vejez sin contratiempos. Pero un día comenzó a olvidar. “Fue tan repentino y tan de golpe”, explica. Sintió que los años se le venían encima. Se deprimió. Aparecieron más olvidos, problemas para caminar, incontinencia urinaria. Le detectaron hidrocefalia, un exceso de líquido cefalorraquídeo en el cerebro. Cayó en una tristeza insuperable.”Me preguntaba porqué me pasaba esto a mí”, explica. Dice que un domingo leyó en la revista del diario una columna en la que el neurólogo Facundo Manes explicaba sobre la existencia de los talleres de memoria. “Eso me salvó la vida”, sentencia. Rodolfo fue operado de la cabeza. Su recuperación es notable. Esta tarde dice que no quiere parar de hablar. Que tiene buenas razones para contar su caso porque siente que recuperó la autonomía jaqueada.
Para atrás -dicen los médicos- lo primero que surge es ‘no recuerdo que hice ayer’. Para adelante, ‘olvidé lo que iba a hacer’. Pero se pierde, en un estadio inicial, sobre todo lo reciente. La pérdida de memoria, que se forma a través de un complejo entramado de redes neuronales, es irrecuperable. Pero existen pautas para retrasar la aparición de síntomas. Son el ABC de toda prevención: control de presión arterial, de factores de riesgo cardiovascular, actividad física, dieta y actividad social. Si esos hábitos, se mecanizan antes de los 50 “impactarán positivamente en lo que ocurra después”, agrega O’Neill.
Raquel había partido de Argentina en el 2000 gracias a un retiro voluntario. A España. A refundarse. Vendió artesanías. Pasó el tiempo. Comenzó a sentirse lejos de sus hijos y nietos. Nació el primero estando lejos. El segundo no se lo quiso perder. En 2013 volvió. La vida va ocurriendo y la enfermedad, mientras tanto, orada. Aparecieron los olvidos. El miedo. “Siempre sentí que era una volada, pero lo tomaba con gracia”, recuerda. “Hasta que tuve que consultar”, explica. Tiene 70 años.Deterioro cognitivo moderado. Batalla contra los síntomas en este sitio, con estos médicos y abundante energía. “Bailo tango”, dice. Sus compañeros también dicen que bailan para mantenerse sanos. En cada uno de ellos afloró, finalmente, esa identidad positiva necesaria para pelear. “Es lo que buscamos -dice O’Neill- preparar al paciente para lo que afrontará y también a su familia. La enfermedad empieza pero impacta en otro. El objetivo es mejorar la calidad de vida del paciente y que no enferme el familiar”.
Fuente: Diario Clarín.